lunes, 30 de abril de 2018

Thomas Bernhard: retablo de enfermedad, locura, suicidio y muerte


*Esta columna apareció en achtungmag.com:
http://www.achtungmag.com/thomas-bernhard-retablo-de-enfermedad-locura-suicidio-y-muerte/

Imaginemos un escritor que sea capaz de enganchar tiradas de cientos de páginas sin colocar un solo punto y aparte: cuando se toma entre las manos una novela suya nos golpea un bloque de letras que parece infranqueable. Ahora, imaginemos que algunas de sus frases alcanzan una distancia de cuatro o cinco páginas, con decenas de comas, y que además repite y repite palabras e ideas sin descanso, casi de forma compulsiva. Además, sus temas giran en torno a la locura, a la muerte, a la enfermedad y a los comportamientos más abyectos del ser humano. ¿Leeríamos a un escritor así, a un autor que exige hasta la extenuación a sus lectores? Claro que sí que lo leeríamos. Y lo leemos: admiramos a Thomas Bernhard.

Ayer tuve una sesión más de mi Taller de Literatura y Lectura Comparada que imparto en Torrelodones. Consistió en el análisis y puesta en común de la novela Amras (editada en Alianza Editorial como todas las que aparecen en este artículo), del escritor austriaco Thomas Bernhard. Fueron dos horas muy enriquecedoras con un debate apasionante alrededor de esta obra tan difícil como sorprendente, tan dura como poética, tan Thomas Bernhard, al fin y al cabo.
Si quieres saber más de lo que hacemos en los Talleres de Literatura y Lectura Comparada puedes leer este artículo que publicamos aquí, en Achtung!:
Un escritor como Bernhard es insostenible en los tiempos que corren. Lo que demanda del lector solo lo hallará en quienes somos muy vehementes o en aquellos lectores verdaderamente avezados. Los amigos de novelitas del tres al cuarto y de consumo rápido, que lo fían todo a una lectura veloz con un final previsible que les proporciona un único sentido (el de terminar el libro y pasar al siguiente), deben olvidarse. Este caviar es mucho caviar. Ni siquiera sigan leyendo este artículo. Continúen con sus algarrobas literarias.

Pero como sé que hay muchos buenos lectores que saben apreciar a un novelista supremo que pone en pie unas arquitecturas narrativas en donde el lenguaje es el gran protagonista —mediante un trabajo que somete a ese lenguaje hasta la exasperación—, por todos ellos, hoy me apetecía recordar en esta columna de El Odradek a Thomas Bernard.
Es un escritor que o lo amas o lo odias, ambas cosas con pasión y casi furia. Es un autor de otros tiempos que resulta muy necesario para estos tiempos. Porque puede demostrar a mucha gente que anda ofuscada lo que es la verdadera literatura.
A Bernhard hay que leerlo para después aborrecerlo, si es que eso es necesario. Lo que ofrece es tan original, tan rigurosamente distinto, que si lo comparamos con todos esos autores que ahora mismo copan las mesas de novedades el resultado es bochornoso. Simplemente, son categorías diferentes.

Me parece determinante que su primera novela, con la que se revela como un escritor digno de tener en cuenta dentro de una tradición literaria como la alemana (tan compleja y repleta de autores mayúsculos) sea Helada, publicada en 1963. Un texto complejo como pocos, abigarrado, en donde ya aparecen todas esas incomodidades que Bernhard regala al lector. Aun así: un éxito.

En Helada asistimos a una relación entre hermanos en donde uno (el estudiante de medicina) observa al otro (un pintor recluido en un valle desde hace 20 años). Aparece esa Naturaleza opresora y maligna, los rasgos de una locura que se deriva de la localización topográfica y el miserable retrato de la sociedad rural austriaca.
Los eternos temas de Bernhard cuajan en Helada: un eje temático que aúna la enfermedad, la locura, el suicidio y la muerte; la ya mencionada hostilidad de la Naturaleza contra el hombre; la crítica a la sociedad austriaca; y un último conjunto que aglutina el aislamiento, la falta de comunicación y la soledad. Leer sobre estos temas, expuestos de forma compleja, no es sencillo, desde luego. Pero aquí radica la grandeza de este autor.
En 1964 publicará Amras como una forma de salir de un bloqueo, dado que el éxito de Helada lo tenía bastante presionado. En Amras el escritor se muestra todavía más hostil desde su planteamiento: unos hermanos sobreviven al suicidio masivo que habían planeado junto a sus padres, que sí fallecen. Además, uno de los dos hermanos es epiléptico, igual que lo era su madre, y para protegerlos del oprobio que acarrea esa enfermedad maldita junto a la pertenencia a una familia estigmatizada por el suicido, el tío materno decide recluir a los dos huérfanos en una torre.
Es difícil imaginar un planteamiento más duro y una puesta en escena más sórdida. Sin embargo, Amras contiene una gran carga poética, dado que se encuentra atravesado por el espíritu romántico de Novalis, determinante en la confección que de los mecanismos de la locura llevará a cabo Thomas Bernhard en la totalidad de su obra, independientemente de los factores externos producto de la azarosa vida del autor. Quienes me conocen ya saben que siempre trato de alejarme del biografismo a la hora de comprender una trayectoria literaria, puesto que soy de la opinión que eso embarra y arroja más nieblas que certezas sobre una lectura provechosa de los textos.
Amras se inicia con una cita de Novalis:
La esencia de la enfermedad es tan oscura como la de la vida”.
Por supuesto, esto no ha sido colocado al azar o por capricho al inicio de la novela. Para comprenderlo, debemos conocer cómo entiende el brote de locura Thomas Bernhard, apoyado, precisamente, en Novalis.
El poeta romántico Georg Philipp Friedrich von Hardenberg, más conocido como Novalis.

La novelística de Bernhard siempre intenta moverse entre dicotomías que, producto de su roce, producen el magma literario.  La más importante de estas dicotomías es la de una mente lúcida frente a una mente atrofiada. Y sobre ellos se articula el discurso bernhardiano.
Una mente lúcida es extremadamente sensible ante los sucesos que la rodean, de todos ellos extrae unas conclusiones torturantes. Los propietarios de este tipo de cerebros perceptivos en las novelas de Bernhard están condenados a la locura. Han elegido no sumergirse en la corriente mundana, zafia, vil, repleta de bajezas, de los representantes del pueblo, que significan el paradigma de mente atrofiada; se dejan llevar en dirección al crimen y a la inmoralidad.
Pero resistir intelectualmente (con su enorme dosis de suplicio) o dejarse ir para abrazar la ignominia (con su porción placentera) es una respuesta, una actitud que es necesaria tomar ante las afrentas de una vida que resulta insoportable. Un ejemplo es el mero acto de levantarse de la cama todas las mañanas, algo que resulta insufrible para Bernhard (y no es por causa del despertador que suena a las siete, del atasco en la autopista, de los problemas para aparcar o del jefe que nos espera); al levantarse uno asume voluntariamente y con mansedumbre la sarta de iniquidades, de humillaciones, derrotas y fracasos que van a baquetearnos hasta lo insufrible. Tal y como afirma en su novela Trastorno:
“Por la mañana todos tienen miedo de que les hablen; también yo tengo miedo por la mañana de que alguien me hable, de que pueda ser el primero a quien hablen. Oímos como nos levantamos, nos lavamos y nos vestimos, pero tenemos miedo de mirarnos. De repente nos hablamos mutuamente y quedamos destrozados. Destrozados para todo el día”.

En efecto: levantarse de la cama ya es nuestra primera derrota.

He citado Trastorno, su tercera publicación y la segunda gran novela de Bernhard, publicada en 1967. Esta obra confirmó su éxito en Alemania, pero en Austria ya se había granjeado odios por la feroz crítica que mostraba del país, centrada en la malignidad de sus pueblos más típicos (como los del Tirolprofundo) y de sus centros de cultura impostada (como Viena). Una serie ingente de obras de teatro, después, contribuirían a generar polémicas, enfrentamientos, y un rechazo enorme por parte de sus paisanos. En esa vorágine, en un momento determinado, Bernhard llegará a prohibir la publicación de sus obras en Austria.
En Trastorno serán un médico y su hijo (de nuevo la tortuosa relación familiar, ya sea paterno-filial o entre hermanos) quienes pasan consulta en un profundo valle y se irán encontrando con un surtido de miseria y enfermedades que son, generalmente, producto del comportamiento depravado de los habitantes de la zona. Todos ellos han decido, ante la opresión de la Naturaleza, dejarse llevar, arrastrar en dirección a la zafiedad y a la inmoralidad.
Uno de los males prototípicos es la conocida como epilepsia del Tirol (que también aparece en Amras); en muchos casos son enfermedades producto de las relaciones incestuosas. Asesinatos, crímenes de todo tipo, adulterios…, todo es poco para caracterizar el ambiente de corrupción de esa población ubicada en la Estiria profunda.
Por otro lado, está el Príncipe Saurau, propietario de una mente lúcida que, ante la contemplación de la decadencia que lo rodea, se ha aislado en su castillo y está enloquecido. Novalis ya abundaba en esta terrible dualidad. Para él, las personas se dividían en asténicos y esténicos. Los primeros eran lúcidos y sufrientes, los segundos activos, representantes de una fuerza brutal. En palabras del propio Príncipe:
“No obstante, era un error creía él, negarse a aceptar la evidencia de que todo era enfermizo y triste —dijo realmente enfermizo y triste—”.
Pero, además, y esto es clave para la obra de Bernhard, esos asténicos luminosos tienen desarrollada una percepción de lo que les rodea a flor de piel, es decir, los bordes de la realidad les resultan insoportables, y eso les hace enloquecer. Se trata de un círculo maligno porque a mayor locura, a mayor enfermedad, mayor progreso en el proceso de captación de todo lo que les rodea, con una conclusión inevitable: enloquecimiento y muerte, generalmente mediante el suicidio (el otro gran tema de Thomas Bernhard).
Un ejemplo de este binomio locura-lucidez lo hallamos en la novela La Calera (cuyo núcleo central es un solo párrafo de más 220 páginas, con puntos y seguido, eso sí). La Calera es una vieja fábrica de cal abandonada en donde se encierran Konrad y su mujer, inválida por un tratamiento médico erróneo. Los cinco años de asilamiento voluntario, o de trabajo forzado de Konrad, obedecen al intento de conformar un complejo estudio sobre el oído, del que no consigue escribir más que unas palabras (muchos personajes de Bernhard están inmersos en planes inabarcables como Rudolf en la novela Hormigón —de 1983— que intenta llevar a cabo un estudio sobre el músico Mendelssohn).
Imaginativos diseños para las portadas de la La Calera:


Konrad termina por matar a su mujer de dos disparos (no hago ningún tipo de spoiler bernhardianopuesto que esto ya se cuenta al principio de la novela). En su cabeza ha entrado la locura. Tras esos años de silencio y aislamiento ha desarrollado un oído tan sensible que es capaz de escucharlo prácticamente todo, incluso, imagino, que los “ruidos del cerebro” de los que se queja el Príncipe Saurau en Trastorno.
Desde ahí, hasta alcanzar el suicidio para detener el sufrimiento, solo hay un paso. Y en eso ya no tiene nada que ver un clima opresivo o martirizado por ese viento caliente propio de la zona, el Föhn, que desata la locura. Casi es peor que reine el buen tiempo para estos seres de cerebro hiperactivo y luminoso. En Trastorno se especifica uno de los motivos:
“Precisamente en los días despejados, dijo, en que el mundo se mostraba en todas direcciones transparente como el aire y, simplemente por su serenidad, la Naturaleza era bella, el dolor de los que sobrevivían a alguien muerto hacía tiempo era doble”.
Las relaciones humanas para Bernhard son terribles además de imposibles, y sólo encuentra la paz el ser humano cuando, como se asegura en Trastorno,
“sólo era capaz de estar con otro ser querido cuando este había muerto y se encontraba verdaderamente dentro de él”.
He querido acercar los principales motivos novelísticos arraigados en la locura y la muerte que nos ofrece el autor austriaco a grandes rasgos, sin entrar en otras obras maestras de Bernhard —por motivos de espacio y porque la función de esta columna solo era aproximar algo de este escritor descomunal— como son El malogrado (de 1983), Tala (1984) o Maestros Antiguos (1985), o incluso en sus relatos y nouvelles, a los que tal vez dedique otro Odradek más adelante —sin duda lo merecen—.
Dos interesantes portadas de la novela Tala:


Odiado durante años en Austria, y muy en concreto en Viena, como si fuera una víctima de esa cultura vacua y alienante que tanto denunció, ahora se rinde homenaje a Bernhard en modo de souvenirs, postales y rutas por los cafés vieneses que frecuentaba.
Igual que existe una Viena mozartiana o musical alentada por los turoperadores, también existe unaViena de los escritores (en la que se incluye a Freud junto a Arthur Schnitzler, el poeta Peter AltenbergElias CanettiGraham GreeneKarl Kraus, entre otros muchos) de la que Thomas Bernhard forma parte. Supongo que muy a su pesar, si lo supiera.
Foto legendaria de Bernhard en su mesa habitual del café vienes Bräunerhof. Es una de las postalitas que se venden como souvenir vienés.

Este ha sido el viaje que he propuesto en El Odradek por la literatura mental y filosófica de uno de los mayores genios literarios del siglo XX. La cosa es bien sencilla: si no has leído nunca a Bernhard no sabes lo que es la literatura, por muchos libros, lecturas y autores que lleves en la mochila. Luego ya tendrás tiempo de odiarlo con bilis o amarlo hasta la vehemencia (como yo).


Pero no dudes una cosa: tu visión de lo que significa escribir, de lo que significa el monumental y mastodóntico oficio de construir una novela, experimentará un antes y un después tras conocer la obra de este hombre magníficamente traducido por Miguel Sáenz, uno de esos lujos de los que disfrutamos los lectores españoles (además ha traducido a GrassSebald o Brecht).
Si todavía tienes dudas de lo que afirmo, hazte un favor: con motivo de este próximo Sant Jordi, de la maldita noche en blanco de los libros o de la semana cultural que se avecina, deja a un lado a toda esa escoria cómodamente ubicada en la industria del capitalismo literario que copará actos y mesas de novedades con sus porquerías recién editadas para aprovechar el tirón mediático de la ocasión, e inténtalo con la novela El malogrado, una de sus mejores obras.

Todos esos autores no van a salvar la literatura que exprimen, de la que viven con sus inmensas basuras, aunque pretendan erigirse en adalides de una cultura destruida y en protectores del mercadeo que los alimenta de forma sonrojante, pero puede que la lectura de Bernhard te salve a ti, o al menos te reconcilie con la verdadera literatura de calidad, alejadísima de este saco de vergüenzas que es la literatura de consumo actual.
Toma El malogrado y corre a casa. Aíslate de esos estúpidos fastos y conmemoraciones de colorín. Abre el libro y empieza a leer a Bernhard. Celebra así tu propio día del libro, tu semana de la cultura, lo que desees. De inmediato, habrás caído en el embrujo del lenguaje bernhardianoNo podrás huir ya de su genialidad.

sábado, 28 de abril de 2018

Concierto de G3 en Madrid: Empédocles y la teoría del cuarto elemento


*Esta crónica apareció en achtungmag.com:
http://www.achtungmag.com/concierto-de-g3-en-madrid-empedocles-y-la-teoria-del-cuarto-elemento/

G3 llegaron a Madrid para demostrar el significado de la palabra “virtuosismo” asociada a una guitarra eléctrica. G3 funcionan como una especie de franquicia. Mantienen fijo a su creador, Joe Satriani, pero con el paso de los años el resto de los integrantes han ido cambiando. Desde 1996, cuando se le unió Steve Vai, muchos músicos han sido los que han integrado a estos Globber Trotters de la guitarra. En Madrid se presentaron con su más reciente reencarnación, y al propio Satriani se le sumaron Uli Jon Roth y John Petrucci. Es decir, miembros de Scorpions Dream Theater, palabras mayores para una noche de barroquismo, maestría, genialidad y mucho rock duro.

El WiZink Center de Madrid iba a vivir una noche de magos, pero no de esos magos del baloncesto a los que está acostumbrado, cuando sobre el parqué evolucionan estrellas de los aros del tamaño de Sergio Llull o Luca Dončić, por ejemplo. Iba a suceder algo que viene siendo habitual sobre los escenarios de la capital, algo a lo que ya me he referido en alguna de mis crónicas pasadas y en lo que no repara mucha gente. Sobre las tablas del pabellón estaba a punto de producirse uno de esos pequeños (o tal vez no tan pequeños) milagros musicales que a menudo transitan desapercibidos entre la ingente oferta de ocio de la capital.
Que la noche seria inolvidable ya lo sabíamos muy bien los allí presentes, porque el cartel no podía presagiar otra cosa que no fuera velocidaddigitación, tremendos solos guitarreros y toneladas de rock, en algunas ocasiones mucho más que duro, donde los punteos agudísimos, las distorsiones y el doble bombo tuvieron su espacio natural.
Y aunque G3 esté compuesto por tres elementos, el alemán Uli Jon Roth, y los neoyorkinos John Petrucci y Joe Satriani, el concierto se afianzó sobre la combinación de aquellos cuatro elementos clásicos que para el griego Empédocles en su Teoría de las Cuatro Raíces eran el aire, la tierra, el agua y el fuego. Y eso exactamente representó cada uno de los integrantes del G3.
Uli Jon Roth fue el huracán, John Petrucci una pulsión telúrica y Joe Satriani el mar encolerizado. Un momento… ¿Y el cuarto elemento?
—Aire
Uli Jon Roth trajo una parte de la melancolía poética de su Düsseldorf natal prendida de las plumas que adornaban el mástil de su Sky Guitar, incluso algo de la poesía del romanticismo de Heinrich Heineescrita entre los acordes de las cuerdas. Uli Jon Roth, encargado en su vida anterior con Scorpions de dislocar cuellos con los movimientos de las melenas al viento, en esta ocasión iba a demostrar que conformaba el elemento aéreo del G3, con un repertorio repleto de una calma represada; rock poderoso, cierto, pero administrado con diapasón, y mucha sensibilidad.
Con su primera canción, Sky Overture —del álbum Transcendental Sky Guitar (2000)— arrancó el delicado motor de un reactor que estaba dispuesto a surcar el escenario en compañía de todo un quinteto de gran solvencia en donde sobresalía el guitarrista Niklas Turmann, que también echó una mano a la hora de cantar. Sky Overture resultó un comienzo espectacular y a la par delicado, como el planeo mayestático de un águila sobre las corrientes de aire caliente.
Sky Overture le siguió la primera de las canciones que sonarían de Scorpions. Se trataba de Sun In My Hand del álbum In Trance (1975), que apareció arrolladora. La banda de Uli Jon Roth se mostraba cómoda, a lo que contribuía el guitarrista David Klosinki, con quien tiene una especial complicidad; el resto de los músicos, Corvin Bahn a los teclados, Michael Ehré a la batería y Nico Deppisch al bajo, eran como esos grupitos de aves que vuelan juntas siguiendo a su guía mientras dibujan una uve recortada en el cielo.
Uli Jon Roth emocionó a los presentes para después acelerar sus corazones al dedicar We´ll Burn The Sky a su hermano pequeño Zeno, fallecido a los 61 años el pasado 5 de febrero. La canción, perteneciente al disco de Scorpions titulado Taken By Force (1977) —curiosamente el último disco en donde participó Uli Jon Roth antes de abandonar la formación— arrancó con esa primera parte de balada lenta, como un viento suave para, después, dispararse con los golpes de esa guitarra como un vendaval huracanado.
Momento decisivo en la actuación de Uli Jon Roth fue la pieza Air de Aranjuez, sacada de Transcendental Sky Guitar. Nunca una guitarra eléctrica sonó tanto a una guitarra española, incluidos esos rasgueos flamencos que nos acercaban la madera clásica para una interpretación con voltaje del Concierto de Aranjuez del maestro Joaquín Rodrigo.
El clasicismo dejó paso al salvajismo guitarrero. El delicado colibrí en el que se había convertido la guitarra del alemán se metamorfoseó en un cóndor gigantesco que sobrevoló al público y extendió en toda la longitud unas alas compuestas de un bending atronador, derramando decibelios, chirridos, agudos soportados hasta el delirio, para uno de los instantes inolvidables del concierto. Había sido la versión extrema de Fly To The Rainbow, tema del que fuera el segundo disco de Scorpions, del mismo nombre que la canción y firmado en 1974.
Uli Jon Roth había comenzado sobre el escenario como un viento suave, después se había cargado de calor como el föhn que sopla en algunas partes de Alemania y que acaba por enloquecer a la gente, para después llenarse de electricidad y explotar como un huracán que arrasó las partes finales de su concierto.
Tierra
John Petrucci fue el encargado del siguiente segmento del concierto. Acompañado tan solo de un batería —Mike Mangini de Dream Theater— y un bajista, pero eso sí, legendario como lo es Dave LaRue, fue capaz de conformar un power trio demoledor como un corrimiento de tierras, un terremoto de 10 grados en la escala de Richter que asoló el WiZink Center desde el mismo inicio de su actuación.
Porque Petrucci propuso un concierto telúrico desde el principio, con esa versión hardcore que hizo del tema Wrath Of The Amazons, rozando la épica, perteneciente a la banda sonora de la película que ha puesto en la gran pantalla a la heroína de DC ComicsWonder Woman, y que compuso en su forma original Rupert Gregson-Williams.
Con el segundo tema, Jaws Of Life, comenzaron las canciones pertenecientes al disco Suspended Animation (2005), el único trabajo en solitario de Petrucci lejos de Dream Theater. La guitarra pesada del tema, acompañada de una batería que era una bola de demolición, permitía que por entre las grietas generadas por el seísmo se colaran esos enloquecidos solos de velocidad de digitación en donde Petrucciparece no tener rival.
Con el público sin apenas poder tomar resuello, el guitarrista nos regaló un tema nuevo, The Happy Song, que arrancó con un punteo colorista y un fraseo pegadizo. Podría parecer que el terremoto había cesado por un instante, pero bien pronto llegaron las réplicas en forma de otra canción del disco Suspended Animation, esta vez con Damage Control.
De nuevo, esa guitarra densa acompañada de los ritmos rocosos del bajo y la batería. El tema se inició contenido y poco a poco fue creciendo como un alud incontrolado, una avalancha de enormes cantos rodados, de canchales armónicos y limpios que estremecían el escenario. Diez minutos de sacudidas, de acordes metálicos que parecían surgir por la boca del volcán de la guitarra de Petrucci y saltar por los torrentes de lava de un pentagrama sísmico.
Ante el cataclismo sonoro que dejó a los espectadores aplastados contra sus sillas, el guitarrista presentó su segunda canción inédita de la noche: Glassy-Eyed Zombies. Y estos zombis de ojos vidriosos resultaron ser unos zombis muy animados, o animosos, porque traían de la mano una pieza con ciertos toques psicodélicos (quizás de ahí lo de los ojos vidriosos) y hevymetaleros profundos que cristalizaron en una composición grumosa como el barro, de la que casi podíamos masticar sus notas como pequeñas arenillas metidas entre los dientes.
Petrucci estaba realizando un profundo viaje al fondo de la tierra, a los confines de las cuevas del ritmo, allí donde moraban los compases más oscuros y las armonías primigenias. Esto se traducía en solos de guitarra de carbón que, de repente y por una extraña compresión de sus dedos, explotaban en gemas de luminoso diamante.
Para terminar con esa explotación del subsuelo, Petrucci extrajo uno de sus mejores temas, ese Glasgow Kiss (también del disco Suspended Animation) adornado con ciertos toques de folk escocés. Una guitarra limpia y cantarina para un tema que terminó por culminar el terremoto que el músico había desencadenado en Madrid. La tierra se había agitado hasta poner al público en pie. Y la ovación sonó como un torrente de agua desencadenado que amenazaba desde la lejanía. Era el momento de la inundación.
—Agua
Joe Satriani apareció sobre el escenario como esas furiosas fuerzas de mares que arrasan miradores y barandas, de riadas que todo lo quiebran a su paso, un caudal desencadenado en meandros y deltas que presentaba los temas de su disco más reciente, de este mismo año 2018, titulado What Happens Next; su decimosexto álbum de estudio.

La primera canción, esa que sonaba como los rompientes de las cataratas del Niágara, fue Energy, que también da inicio a su último disco. Y siguiendo ese orden, ataco Catbot, que aparece como la segunda en What Happens Next, vestida de igual fuerza y con un ritmo algo gomoso: Satriani nos había traído un maremoto y no pensaba detenerlo ni por un instante. Las olas eran de la altura de un tsunami y como muestra de ello uno de sus grandes clásicos: Satch Boogie, perteneciente al disco que lo encumbró en el año 1987, el magistral Surfing With The Alien.
Si quieres leer una reciente critica que he realizado sobre este disco de leyenda para el sitio Mi Nueva Edad, pincha aquí:
Los ritmos de Satch Boogie, junto a ese punteo que es como un torbellino, como el remolino Caribdisque acechó a Ulises en su retorno a Ítaca, absorbieron al público en una espiral de magia. En la siguiente canción —también tomada del nuevo disco—, Cherry Bloosoms, la guitarra encandiló a la audiencia con un estribillo cálido como el canto de aquellas sirenas que acechaban a los imprudentes marineros. Hermosísimo tema, sonoro como un arroyuelo, contundente como los rápidos de un río.
Lo acuático en Satriani no es solo una cuestión de mareas: también lo es de borrascas. Sobre la pantalla que se encontraba a sus espaldas se proyectaba un paisaje herido por el rayo, una y otra vez sacudido por las descargas de ese brazo de luz que seccionaba el cielo. A la vez, sonaba la canción Thunder High On The Mountain, una de las mejores composiciones de What Happens Next, con una guitarra cargada de electricidad y que, realmente, recordaba a la descarga de un rayo.
Satriani había trasladado los torrentes ingobernables del agua a las cortinas de granizo que azuzaban los ritmos de otra canción del nuevo disco, Super Funky Badass. La tormenta arreció con el Cataclysmicde su anterior álbum Shockwave Supernova (2015). Si guitarra Ibanez parecía un pararrayos capaz de cebarse con toda la energía posible antes de liberar los chispazos de sonido.
Junto a este Benjamin Franklin de los amplificadores y las púas, un conjunto de músicos excepcionales que lo arropaban para que sus experimentos musicales, mezcla de electricidad y de agua, resultaran sobrecogedores: Mike Keneally a los teclados y a la guitarra —además de una inmensa carrera en solitario fue músico de Frank Zappa—, Joe Travers en la batería (también lo fue de Billy Idol o Duran Duran) y Bryan Beller al bajo (del grupo The Aristocrats).
Siguieron dos canciones del inolvidable Surfing With The AlienCircles y el delicioso clásico Always With Me, Always With You, antes de que llegara el instante en que Satriani juntó cielo y tierra y configuró una de esas brutales galernas que se desencadenan en alta mar, con olas que son muros bajo un cielo negro desgarrado por la tormenta: Summer Song, canción del disco The Extremist (1992), con la que cerró el concierto y que fue el sumatorio euclidiano de toda esa furia de los elementos ingobernables.


Porque Satriani, a veces Caribdis, a veces canto de sirenas, acabó adoptando la forma del monstruo acuático Escila, tal vez el de un Leviatán de la guitarra, siempre renacido, incansable y majestuoso.
Por el escenario habían desfilado los elementos enumerados por Empédocles: el aire de Uli Jon Roth, la tierra de John Petrucci y el agua de Joe Satriani. Pero restaba un elemento, el mejor, el más deseado: el fuego. Y el fuego, una inmensa erupción volcánica de rock duro, vino de la mano de la jam conformada por tres canciones que interpretaron los guitarristas juntos sobre el escenario.
—Fuego
No era difícil prender la pira con esos tres músicos pisando las tablas del WiZink. Si a ello añadimos, además, una versión de Deep Purple con Niklas Turmann haciendo las veces de Ian Gillan en el clásico de 1972, el tema Highway Star del disco Machine Head. Fue una interpretación a lo bonzo, en donde las llamaradas de la garganta de un sobresaliente Turmann compitieron con los guitarreos flamígeros del trío.

Después, sobre los rescoldos de la versión de Deep Purple, se avivaron las cenizas con All Along The Watchtower de Bob Dylan —1965, álbum John Welsey Harding, pero que popularizó Jimmy Hendrix en su disco Electric Ladyland (1968). Uli Jon Roth se puso a la voz y las bolas de fuego de las tres guitarras chamuscaron los pelos de hasta los espectadores sentados en las últimas filas.


La hoguera necesitaba terminar con una descomunal columna de fuego. Para ello se alimentó con la gasolina de la canción Inmigrant Song de Led Zeppelin —del disco Led Zeppelin III (1970)— y con Turmann haciendo ahora las veces de Robert Plant. Un final apoteósico para más de tres horas y cuarto de un espectáculo que pasó por Madrid con la fuerza de los elementos encabritados, sólidamente cimentado en el carisma y el virtuosismo de tres músicos excepcionales que al juntar sus cualidades de aire, tierra y agua, encendieron el fuego sagrado del rock.
Aún quedaba un quinto elemento: ese quinto elemento del que hablaba Aristóteles, ese éter con el que se conformaban las estrellas, ese elemento de mundo supra lunar que ya viajaba en el interior de nosotros porque nos lo habían inculcado esas tres guitarras con cada uno de sus solos, de sus punteos ofrecidos y devorados en el festival de vatios y decibelios del aquelarre que acababa de celebrarse.

lunes, 16 de abril de 2018

La virtuosa dulzura del Guitar Hero


*Esta crítica apareció en Mi Nueva Edad:
https://www.minuevaedad.com/actualidad/2018/4/16/el-disco-del-mes-surfing-alien-de-joe-satriani/

            Intérprete: Joe Satriani
            Título: Surfing with the Alien
            Discográfica: Relativity/Epic
            Género: Rock instrumental
            Duración: 36m; 33s.
            Número canciones: 10
            Fecha de publicación: 1987

La virtuosa dulzura del guitar hero

Hace bien pocos días que Joe Satriani ha visitado España comandando su proyecto G3, esa reunión de guitarristas virtuosos que va sumando formaciones distintas, pero en donde él siempre se mantiene al frente como fundador. Por ello, este mes queremos recomendar en Mi Nueva Edad el que fuera el segundo disco del guitarrista neoyorquino, Surfing With The Alien.
Lo que primero llama la atención del disco es que, a pesar de haber visto la luz en el año 1987, se aprecia una innovación y una frescura en las piezas que en absoluto han quedado pasadas de moda y, además, conserva todo lo bueno del espíritu de aquella década. Encontramos poderosos instrumentales, frases rítmicas y guitarreos poderosos, junto a momentos de gran delicadeza, casi de lirismo rock, para un disco que ha pasado a los anales de la historia de la música como la consagración de Joe Satriani. Después, vendrían otros 14 discos más (para un total de 16) que ya forman parte de la historia de uno de los guitarristas más geniales y versátiles del mundo del rock.
Surfing With The Alien se abre con el tema que da título al disco, un complejo y nervioso tiempo en donde los punteos crean un magnífico soliloquio de guitarra. Satriani ya despliega aquí gran parte de lo que será su sonido futuro más característico. La canción se refiere al personaje de los comics de Marvel, ese extraño Silver Surfer que aparece, además, en la portada del disco, huyendo sobre su tabla de surf de la garras de su enemigo Galactus.
Después, Satriani rinde en Ice 9 un homenaje a la novela de ciencia ficción apocalíptica del escritor norteamericano Kurt Vonnegut, publicada en 1963 y titulada Cuna de gato. Sobre un ritmo pesado de bajo y batería aparece un estribillo fácilmente reconocible que culmina con un punteo de gran dificultad técnica.
Tras la poderosa Crushing Day llega uno de los mejores momentos del disco con Always Me, Always You, donde el álbum afronta sus primeros y escasos momentos de calma. Satriani muestra su aspecto más melódico con un tema delicado que se aproxima a la balada y en donde el guitarrista doma a su guitarra para hacerla lo más lírica posible.
Sin duda, una de las canciones más celebres del álbum es Satch Boogie, (Satch es el mote por el que se conoce al músico). Una composición de las más famosas y celebradas del artista y por la que Satriani es habitualmente identificado. Desde la introducción del chaston de la batería con sus componentes de jazz fusión se terminará desencadenando un tremendo fraseo eléctrico sobre un ritmo furibundo. Esta es la tónica de los instrumentales del disco, veloces, sin dejar el menor lugar al aburrimiento, con una dificultad técnica deslumbrante y pasmosa.
Porque ninguna técnica, ni forma de interpretar, por complicada que resulte, le es ajena a Satriani en este catálogo de las múltiples formas de cómo tocar una guitarra, incluyendo el tapping con las dos manos en el tema Midnight, que deja unos agradables regustos a maderas flamencas y españolas, para firmar así un disco efervescente que desemboca en un tema final chispeante, Echo.
El trabajo de Satriani guarda toda la esencia de los años 80, cuando los guitar hero dieron un paso adelante y añadieron al estilo de pirotecnia majestuosa de sus ídolos —Hendrix o Santana— toda la innovación tecnológica de finales del siglo.
Por ello, este Surfing With The Alien suena tan rabiosamente bien, es tan ameno, contagioso, y nos golpea los oídos con una dulzura furiosa que recuerda a esos días pasados en donde un músico, pegado a una guitarra, todavía creía que podía alterar el mundo a través del sonido atronador de un amplificador.